El poder de las palabras y los silencios, explicado por Sartre


Jean-Paul Sartre fue uno de los pensadores más influyentes del siglo XX y dedicó parte de su obra a reflexionar sobre la comunicación humana. Para él, tanto las palabras como los silencios que elegimos tienen un peso decisivo en las relaciones personales y en la construcción de nuestra libertad.

Las palabras pueden unir o separar, y los silencios no siempre son ausencia. A veces representan una pausa consciente que abre espacio para pensar, y otras veces son una forma de evitar responsabilidades o ejercer poder sobre el otro. En este contraste se revela la profundidad del análisis existencialista.

El filósofo francés entendía que cada elección de expresión, incluso el callar, refleja quiénes somos. La libertad radica en asumir esas elecciones como propias. Lo que se dice y lo que se omite forma parte del mismo compromiso con la autenticidad y la responsabilidad.

Por eso, analizar el poder de la palabra y el silencio desde el pensamiento sartreano ayuda a comprender mejor cómo interactuamos y cómo construimos vínculos más libres y genuinos. Ambos son herramientas que, bien usadas, fortalecen las relaciones y, mal empleadas, pueden deteriorarlas.

Para Sartre, las palabras tienen la capacidad de crear puentes o levantar muros. Una conversación abierta puede reparar heridas, mientras que un comentario hiriente deja cicatrices difíciles de borrar. Desde la perspectiva existencialista, el lenguaje no es neutro: cada palabra compromete a quien la dice.

Sartre sostenía que expresarse es asumir responsabilidad. El lenguaje define nuestra manera de habitar el mundo y, al mismo tiempo, impacta en quienes nos rodean. No se trata solo de lo que comunicamos, sino de la intención y la libertad con la que lo hacemos.

El poder de las palabras también se percibe en su capacidad para moldear la percepción propia y ajena. Un elogio sincero puede abrir nuevas posibilidades, mientras que una descalificación repetida condiciona la forma en que una persona se mira a sí misma.

La filosofía contemporánea y la psicología coinciden en que nombrar lo que sentimos es un paso esencial hacia el bienestar. Al poner en palabras una emoción, no solo se comparte con otros, sino que también se organiza internamente, lo que permite afrontarla con mayor claridad.

En este sentido, el lenguaje es tanto un acto de creación personal como una herramienta de conexión social. Elegir las palabras adecuadas implica un ejercicio de conciencia que, en última instancia, refleja la libertad de ser coherente con uno mismo.

El silencio, lejos de ser vacío, también comunica. Puede ser un recurso de calma, un espacio necesario para reflexionar antes de hablar. Pero también puede convertirse en una forma de distanciamiento emocional, e incluso en una estrategia de control que lastima vínculos.

Cuando se utiliza como pausa consciente, el silencio permite reconocer las propias emociones y encarar un diálogo de manera más madura. Ofrece un tiempo para escuchar y procesar, evitando respuestas impulsivas que luego generan arrepentimiento.

Sin embargo, el llamado “tratamiento del silencio” o “ley del hielo” es distinto. Se trata de un uso manipulador que busca castigar al otro mediante la indiferencia. Lejos de ser un gesto de introspección, se convierte en una herramienta de poder que deteriora la relación.

El existencialismo invita a identificar la diferencia entre un silencio que construye y otro que destruye. En ambos casos, hay un acto de elección que refleja responsabilidad. Incluso al callar, cada persona decide cómo se posiciona frente al otro y frente a sí misma.

Por eso, reflexionar sobre el silencio es reconocer que no es ausencia, sino expresión. El desafío está en utilizarlo como espacio de crecimiento, y no como un muro que impida la comunicación auténtica.

Fuente: www.clarin.com

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